8 “¡BIEN, ESTÁ BIEN!” Parker hizo chocar sus palmas, sonando más que aliviado. “¿Parece que ya acabamos por aquí, verdad? ¡Así que creo que es tiempo de irnos!”
El saltó rápidamente al asiento del conductor, llamando a los otros para que se apresuraran. Ashley no desperdició el tiempo. Roo la siguió, pero se veía dudosa. Gage y Etienne se quedaron hablando unos momentos antes de finalmente subir a la camioneta de Etienne. Mientras el BMW tomaba la primera curva y desaparecía por la carretera, Miranda vio a Ashley decirle adiós con la mano.
-“¡No lo olvides!” Ashley le gritó “¡Mañana, diez en punto. Frente al Battlefield Inn!”
Con el corazón hundido, Miranda los vio alejarse. ¿Cómo la pudieron abandonar de esta manera? ¿Dejarla aquí con este anciano loco? Se dio la vuelta y miró miserablemente hacia la casa. Ella tenía las más sinceras intenciones cuando antes se había ofrecido a quedarse con su abuelo. Cuando él la reconoció y pronuncio su nombre, todas las emociones la llenaron. Ella creía honestamente que él estaría bien. ¿Qué se supone que haría ahora?
No tenía idea de cuando la tía Teeta volvería a casa. No podía sentarse sin hacer nada mientras tanto. ¿Qué pasaría si su abuelo se confundía de nuevo, se enfermara, y atemorizara como lo había hecho en The Falls? Tenía que ir adentro, checar que estuviera bien. ¿Por qué no había escuchado a Etienne? Etienne estaba en lo correcto—su abuelo debería estar en la clínica con doctores.
Pero él no estaba en una clínica. Y era su culpa que estuviera ahí, y ahora solo ella tenía que cuidarlo. Miranda tomo una profunda respiración. Enderezando los hombros, camino hacia la puerta principal de la casa Hayes y llamó a la puerta tentativamente. Realmente no la sorprendió cuando nadie contesto. Juntando todo su coraje, entró.
No estaba segura de qué esperar. En sus sueños, siempre había imaginado la casa Hayes como una pequeña hacienda, algo sacado de “Lo que el viento se llevo”. Sabia gracias a las cartas de la tía Teeta que la casa era muy antigua, que había sobrevivido a la Guerra Civil pero había sido reparada y renovada durante generaciones. Estaba ubicada cerca del Distrito Histórico, situada en una sombría calle a una cuadra de distancia del Brickway. Y que la parte trasera colindaba con una silenciosa zona del parque Rebel.
Ahora, mientras se movía silenciosamente a través del umbral, Miranda dejo que sus ojos vagaran sobre los pisos de madera, por la amplia escalera, los altos techos. A través de las entreabiertas puertas corredizas podía ver lo que serian el comedor y la sala. El papel tapiz se veía viejo, los muebles estaban polvorientos, y había manchas cafés en el techo por donde el agua había entrado. Debió haber sido una gran casa alguna vez, pero ahora lucia triste y cansada. Y era difícil pensar que su madre había crecido aquí—mamá, quién amaba los espacios abiertos y la iluminación.
Miranda observó durante un momento más largo. Aun así…mamá podría pensar que éste lugar tenia potencial. Antes, cuando su mamá era dueña de su propio estudio de diseño de interiores, Miranda la había visto hacer milagros con las más lamentables imposibilidades. No podía dejar de pensar en las cosas que su madre le haría a este lugar.
El sordo sonido de una voz le devolvió la atención. Parecía haber venido de por encima de ella, pero no podía estar segura. Acercándose a la escalera se asomó por el primer escalón, después se detuvo y escucho. Sí…era una voz.
¿El abuelo? ¿Llamándola?
Sabía que no lo había imaginado. Por un interminable momento se quedo ahí, tratando de decidir qué hacer. No había querido que nadie la ayudara antes –probablemente sería mejor si se fuera. ¿Y todas esas cosas extrañas que había dicho? ¿Qué si estaba realmente loco, como Roo le había dicho?
Una fría onda de miedo la atravesó. Solo vete Miranda. Vete ahora.
Enseguida puso su mano en la barandilla. Y comenzó a subir las escaleras.
El segundo piso estaba más obscuro que el primero. Mientras el crepúsculo se inclinaba a través de la vidriera, bañaba el lugar con suaves albercas de luz multicolor. Un largo y vacio pasillo se abría ante ella, y podía ver las pesadas puertas a los lados, la mayoría cerradas. No quería estar sola aquí—no quería estar del todo sola—pero alcanzó la primera puerta, y encontró lo que estaba buscando.
Sus ojos estaban cerrados. Yacía en una estrecha cama de hierro forjado que cubría una pared de la estrecha y saturada recámara. Una recámara que pudo haber sido un museo.
No, más que un museo. Un santuario.
Era exactamente eso—un rebosante, sobrecargado altar a la Guerra Civil. Descoloridas fotografías de soldados y campos de batalla. Portarretratos hechos a mano de oficiales vestidos de gris. Una pistola montada con bayoneta, una pequeña colección de cuchillos. Una bolsa de médico pasada de moda repleta de instrumentos de cirugía. Capas de los rebeldes y una taza para afeitar, papeles y plumas, un torcido par de binoculares sin lentes, una pipa de tabaco. Una pila tras pila de sucios jarros, latas oxidadas y cajas mohosas que contenían Dios sabía qué cosas. Hasta había una espada con una deslustrada hoja manchada y una apolillada banda alrededor del mango.
La curiosidad sacaba lo mejor de ella. En silencio, cuidadosa de no despertarlo, comenzó a levantar las tapas de los jarros, las cajas y las latas. Un surtido ecléctico, fue lo primero que vio –de repente todo estaba claramente organizado. Balas y botones de diferentes estilos. Un bloc de notas y tela podrida. Un medallón…algunos anillos. Cadenas de oro, de diferentes longitudes; una corta correa de cuero trenzado. Cuchillería tan empañada, que dudaba que alguna vez estuviera limpia. Desmoronadas hojas de la Biblia. Trozos de cabello atados con frágiles listones…
Estas eran cosas reales; pertenecían a gente real. Personas reales que tenían vidas y que usaron estas cosas antes de morir…
Recogió una pequeña, redonda lata de la mesita de noche. Mientras finos cabellos le hormigueaban la nuca, ella observo la cama y vio que su abuelo la estaba observando.
Miranda tiró la lata. Y traqueteo contra el piso rodando ruidosamente hasta perderse de vista tras un armario, pero no tenia poderes para recuperarla. No podía dejar de mirar el rostro de su abuelo. Esa sorpresivamente poderosa mirada que le sostenía—permitiendo al cortísimo vistazo de inmensurable sabiduría e inmensurable dolor…
-“Miranda” él murmuró.
Sus ojos comenzaron a cambiar. Pálidos, ojos azules volviéndose amables, de un cálido brillo, con una ternura y calidez que le perforaba el corazón.
Este era el abuelo de la foto.
El abuelo que esperaba, el abuelo por el cual rezaba y se imaginaba durante tanto tiempo.
Y mientras su mano se alzaba y la llamaba, ella se situó a su lado y le ofreció una sonrisa, un poco miedosa, un poco tímida.
-“Te he estado esperando” le dijo dulcemente. “Todo este tiempo. Tantos años. Había comenzado a pensar que este día no llegaría.”
Ella no sabía cómo responder. Su voz aun estaba débil, su cara blanca como la tiza. Ella sintió sus largos, frágiles dedos cerrarse alrededor de su mano.
-“Siempre se brinca una generación” el abuelo murmuró “Es por eso que tu madre nunca entenderá.”
-“Abuelo, yo no…” Miranda dudaba…negaba con la cabeza. El obviamente aun seguía delirando; ella no tenía ni idea de lo que le estaba hablando.
-“Ellos vendrán a ti porque saben que tu los puedes ver. Te hablaran porque saben que los escucharas.” El anciano dio un suspiro de alivio. “Es una carga a veces, todo eso de ayudar y escuchar. Pero no los puedes ignorar.”
No debía haber hecho esto. Solo se lo estoy haciendo más difícil.
Casualmente, ella trató de liberarse, pero él le apretó la mano más fuerte. ”Prométeme, Miranda. Prométeme que nunca los ignoraras.”
Él se estaba agitando más, más insistente. Miranda temía lo que podría hacer si volvía a delirar. No queriendo arriesgarse, ella le contestó con un solemne asentimiento.
-“Sí. Lo prometo.”
¿Qué acababa de hacer?
Pero el cambio en él era notorio. El alivio brillando en sus ojos…paz reflejada en su rostro.
-“Niña buena.” Susurró “Sabía que podía confiar en ti.”
Mirando hacia otro lado, ella luchó con la culpa. Había hecho una promesa, y él le había creído. Le había prometido algo, y ni siquiera sabía que era.
-“Deja que él te ayude” la voz de su abuelo se desvanecía. Mientras Miranda bajaba la mirada para verlo una vez más, su cuerpo se volvió lánguido del agotamiento, sus palabras casi murmureos. Ella se preguntaba si el ya se había deslizado dentro de esos extraños y privados sueños.
-“Shh” liberando su mano, la coloco gentilmente sobre la frente del abuelo. “Shh...solo descansa ahora.”
-“Esta solo, Miranda. El te ayudara. Permíteselo.”
Ella retrocedió de la cama, viendo como subía y bajaba el pecho de su abuelo—su profunda y fácil respiración. Alrededor de ellos, las sombras se volvieron más obscuras. Se alargaron y espesaron y se deslizaron desde el mohoso pasillo, y ahora se deslizaban a través de las paredes y encima de la cabecera, cubriendo el rostro del anciano como una máscara de la muerte.
-“Oh, abuelo” Miranda murmuró, “Desearía saber de qué estabas hablando.”
-“Creo que,” dijo una voz detrás de ella “Él estaba hablando de mí.”
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